Serían las cuatro de la tarde del 28 de diciembre de 1939 cuando el intempestivo sonar de las campanas del templo de Santo Domingo, con un repicar que se sentía desesperado, llamaba a la población del lugar.
Algunos pensaban que al campanero se le había adelantado una hora el reloj, como muchas ocasiones había sucedido antes, ya que el llamado a misa era a las cinco de la tarde, y antes debían ir por el Señor-cura hasta la Parroquia, donde casi siempre estaba, para que acudiera a decir la misa o a ordenar los trabajos de las catequistas que, ansiosas, preparaban a los niños que tomarían próximamente por primera vez la sagrada hostia.
Sin embargo, el repique fue llenado de alarma poco a poco a
los matamorenses, que ya no reconocían el habitual llamado a misa. No, no era
el mismo tono, éste era desesperado y urgente, sin dar la pausa necesaria al
ritmo habitual. Así que de las casas cercanas al lugar salieron los primeros
curiosos, presintiendo algo raro, algo malo en el llamado del viejo campenero.
Para los primeros en atender el llamado, la sorpresa fue
grande al descubrir cómo, por los ventanales laterales de los muros de la
antiquísima iglesia del siglo XVI, se percibían las lenguas, aún débiles, de un
fuego que se producía dentro del templo, y el subir tenues hilos de humo negro
estirándose hacia el cielo.
Nadie atinaba a hacer algo coherente. Algunos, dada la
urgencia que se presentaba, pretendían introducirse a la iglesia y tratar de
combatir el incendio, otros caían de rodillas e iniciaban un rezo lamentoso,
pidiendo perdón por todos los pecadores del mundo. Unos más iban ciudad adentro
gritando desesperados, pidiendo ayuda.
El campanero de Santo Domingo, agotado, seguía jale y jale
la cuerda que lo unía a la cúpula del campanario, cuyos repliques había logrado
reunir ya a gran parte de la ciudad.
- ¿Qué pasó Don Agustín?, le preguntó alguien al campanero.
- ¡Que no miran que se nos quema nuestro templo, se nos va,
se nos va, despierten a todo el mundo y que vengar a apagar el fuego! ¡Que
vengan ya, necesitamos a todos, de todos!
- Pero ¿qué sucedió? ¿Por qué se está quemando la iglesia? ¿Cómo se inició el incendio?, interrogaban sin la esperanza de recibir una respuesta, simplemente por preguntar algo, por pretender acerarse un poco a la razón de su sorpresa, de saberse de este modo solidarios con él.
Los pequeños hilos de fuego percibidos en un principio, se
convirtieron en voraces columnas que en un instante envolvieron todo el altar
del templo. Sólo hasta entonces el viejo campanero dejó de sonar sus campanas y
derrumbado en el suelo sollozaba y no paraba de recriminar lo que consideraba
su descuido:
- ¡Fue culpa mía, si hubiera apagado las veladoras del
nacimiento no hubiera ocurrido este desastre, fue culpa mía!, repetía y repetía
sin dejar de llorar tendido en la tierra.
La muchedumbre reunida en la explanada del templo dominico
se hallaba asombrada, asustada. Expectante miraba como el fuego salía por los
ventanales y consumía las obras de arte coloniales, de estilo barroco y
churrigueresco, que la orden de Santo Domingo y los originarios pobladores
indígenas del lugar habían levantado, cuando la conversión de éstos al
catolicismo, algunos desesperados pretendían desviar el agua de la acequia que
atraviesa a lo largo del edificio sin lograrlo, otros, más atrevidos, abrían la
puerta principal de la iglesia simplemente para corroborar a los ojos de todos
el imperio del fuego. Nada se podía ya hacer.
Que el cuerpo de bomberos llegara próximo era prácticamente
imposible, ya que no existía un escuadrón de tragafuegos por lo menos en
cincuenta kilómetros a la redonda. Ni los soldados del ejército mexicano, que
se encontraban acuartelados en la parte trasera y lateral del ex convento,
convertida en cuartel y establo, no encontraban qué hacer, pues su superior,
como es costumbre, no se encontraba frente a la tropa y éstos simplemente se
frotaban los ojos, no dando crédito a lo que veían: el templo de Santo Domingo
en medio de una tremenda hoguera.
En estos momentos se había localizado al padre Medardo Limón
Carrillo y prácticamente era sacado en vilo de la comida a la que asistía,
llegó sin aliento y solo decía no creerlo. –“Es increíble Dios mío, es
increíble” y corría de un lado a otro por fuera del portentoso edificio,
desesperado, pero y sobre todo incapaz de hacer algo.
Pronto iba a atardecer y aún se veía arder este templo
dominico, otrora principal centro religioso de la llamada mixteca baja poblana,
orgullo de la región cañera del sur del estado de Puebla. Lugar que sirvió para
delimitar la frontera prehispánica entre los nahuas y los grupos mixtecos,
mismos a los que se comenzó a educar en una nueva cultura y religión durante el
siglo XVI, teniendo como sede esta edificación.
Bajo las estrictas órdenes de los conquistadores españoles
levantaron este monumento colonial y todos los de la región, imprimiendo
también su sello de arte indígena en la construcción religiosa y que ahora
quedaba en nada, en cenizas, en polvo. Todo ese altar que antes creían
imperecedero y que ahora, tal vez por un descuido, por negligencia o por
ignorancia, ahora sería solo un recuerdo.
-Señor cura ¿Qué vamos a hacer? ¡Díganos y nosotros hacemos!
¡Díganos por favor!, preguntaban al párroco, pero este impresionado por la
magnitud del acontecimiento, no respondía nada a sus feligreses, arremetiendo
la misma pregunta al cielo y se le escuchaba implorar “¿Por qué Dios mío? ¿por
qué a mí?
Al ocultarse el sol, las tinieblas convirtieron todo en un
caos. Algunos vecinos de la ciudad pretendían organizar cuadrillas para tratar
de salvar lo que quedara en pie y también extinguir por completo el fuego, pero
ya a esa hora llegaba un contingente de militares con su comandante al frente, que,
venidos urgentemente de Atlixco, apoyarían al destacamento apostado en el lugar
con la trágica orden tajante de no hacer nada, sólo rodear el edificio
siniestrado, sin participar en el combate al fuego, con lo que impidieron la
posibilidad de rescatar algo. Les habían indicado que esperaran la llegada de
los bomberos, que tardaron más de dos días en llegar y sencillamente removieron
escombros, pues el fuego se apagó solo.
La primera noche después del incendio de Santo Domingo, se
hizo tétrica la hoguera que para esas horas alumbraba Izúcar; dirían los
habitantes de Casa Blanca, San Carlos, San Nicolás Tolentino, Raboso, Ayutla y
Colucán, ciudades cercanas al lugar, desde donde se miraba el reflejo del fuego
en el cielo mismo. Incluso los del poblado de Calmeca, que no tenían contacto
visual con la población, decían que miraban a lo alto el valle de Izúcar y
creían que la ciudad entera se encontraba en llamas.
El desconsuelo fue general conforme avanzaban los días. Las
celebraciones del año nuevo, que tanto se habían organizado para conmemorar lo
que llamaban el inicio de la década de los cuarenta (aunque propiamente faltaba
un año para que terminara la década del treinta), pasaron como días de luto. El
padre Limón no entendía la razón del siniestro y trataban de reconstruir el
desastre. Muchos coincidían en culpar a las velas y veladoras puestas en el
nacimiento como las causantes del mal, lo cierto es que ya nada se podía hacer
para volver el tiempo atrás, solo había ruinas del majestuoso convento
levantado por los misioneros dominicos en la segunda mitad del siglo XVI.
Un dato extra se agrega a esta triste noticia del incendio
que conmocionó a la ciudad: había desaparecido el rubí que Santo Domingo
portaba como símbolo de fuego eterno, que el santo venerado tenía. No era
creíble que se hubiera consumido por las llamas, pues el cristal es más duro
que el acero y la variedad de este iluminado y cristalino, transparente y de
color rojo vivo, no podía haber desaparecido, así como así, lo que generó
muchos comentarios y rumores entre la población.
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