jueves, 15 de agosto de 2024

El gran incendio del templo de Santo Domingo en Izúcar

Serían las cuatro de la tarde del 28 de diciembre de 1939 cuando el intempestivo sonar de las campanas del templo de Santo Domingo, con un repicar que se sentía desesperado, llamaba a la población del lugar.

Algunos pensaban que al campanero se le había adelantado una hora el reloj, como muchas ocasiones había sucedido antes, ya que el llamado a misa era a las cinco de la tarde, y antes debían ir por el Señor-cura hasta la Parroquia, donde casi siempre estaba, para que acudiera a decir la misa o a ordenar los trabajos de las catequistas que, ansiosas, preparaban a los niños que tomarían próximamente por primera vez la sagrada hostia.

Sin embargo, el repique fue llenado de alarma poco a poco a los matamorenses, que ya no reconocían el habitual llamado a misa. No, no era el mismo tono, éste era desesperado y urgente, sin dar la pausa necesaria al ritmo habitual. Así que de las casas cercanas al lugar salieron los primeros curiosos, presintiendo algo raro, algo malo en el llamado del viejo campenero.

Para los primeros en atender el llamado, la sorpresa fue grande al descubrir cómo, por los ventanales laterales de los muros de la antiquísima iglesia del siglo XVI, se percibían las lenguas, aún débiles, de un fuego que se producía dentro del templo, y el subir tenues hilos de humo negro estirándose hacia el cielo.

Nadie atinaba a hacer algo coherente. Algunos, dada la urgencia que se presentaba, pretendían introducirse a la iglesia y tratar de combatir el incendio, otros caían de rodillas e iniciaban un rezo lamentoso, pidiendo perdón por todos los pecadores del mundo. Unos más iban ciudad adentro gritando desesperados, pidiendo ayuda.

El campanero de Santo Domingo, agotado, seguía jale y jale la cuerda que lo unía a la cúpula del campanario, cuyos repliques había logrado reunir ya a gran parte de la ciudad.

- ¿Qué pasó Don Agustín?, le preguntó alguien al campanero.

- ¡Que no miran que se nos quema nuestro templo, se nos va, se nos va, despierten a todo el mundo y que vengar a apagar el fuego! ¡Que vengan ya, necesitamos a todos, de todos!

- Pero ¿qué sucedió? ¿Por qué se está quemando la iglesia? ¿Cómo se inició el incendio?, interrogaban sin la esperanza de recibir una respuesta, simplemente por preguntar algo, por pretender acerarse un poco a la razón de su sorpresa, de saberse de este modo solidarios con él.

Don Agustín por toda respuesta tiraba y tiraba de la cuerda y las campanas doblaban y doblaban, implorando por el auxilio que requería urgentemente el templo, esperaba que con su esfuerzo llegaran a extinguir lo que ya en esos momentos parecía inextinguible, como si fuera a controlar el fuego, que poco a poco crecía más y más, avivado por un nacimiento que se colocaba tradicionalmente en el sitio, cuyo heno seco y sus figuras de cartón, transmitían rápidamente el fuego a la madera del altar principal y a las paredes laterales, cuyos adornos dóricos, que era con lo que estaba recubierto gran parte de sus paredes, eran abrazadas por las llamas. En un instante habría solo cenizas de toda la historia que durante varios siglos había en el templo.

Los pequeños hilos de fuego percibidos en un principio, se convirtieron en voraces columnas que en un instante envolvieron todo el altar del templo. Sólo hasta entonces el viejo campanero dejó de sonar sus campanas y derrumbado en el suelo sollozaba y no paraba de recriminar lo que consideraba su descuido:

- ¡Fue culpa mía, si hubiera apagado las veladoras del nacimiento no hubiera ocurrido este desastre, fue culpa mía!, repetía y repetía sin dejar de llorar tendido en la tierra.

La muchedumbre reunida en la explanada del templo dominico se hallaba asombrada, asustada. Expectante miraba como el fuego salía por los ventanales y consumía las obras de arte coloniales, de estilo barroco y churrigueresco, que la orden de Santo Domingo y los originarios pobladores indígenas del lugar habían levantado, cuando la conversión de éstos al catolicismo, algunos desesperados pretendían desviar el agua de la acequia que atraviesa a lo largo del edificio sin lograrlo, otros, más atrevidos, abrían la puerta principal de la iglesia simplemente para corroborar a los ojos de todos el imperio del fuego. Nada se podía ya hacer.

Que el cuerpo de bomberos llegara próximo era prácticamente imposible, ya que no existía un escuadrón de tragafuegos por lo menos en cincuenta kilómetros a la redonda. Ni los soldados del ejército mexicano, que se encontraban acuartelados en la parte trasera y lateral del ex convento, convertida en cuartel y establo, no encontraban qué hacer, pues su superior, como es costumbre, no se encontraba frente a la tropa y éstos simplemente se frotaban los ojos, no dando crédito a lo que veían: el templo de Santo Domingo en medio de una tremenda hoguera.

No se podía hacer nada, era total la impotencia de la muchedumbre aturdida que no atinaba a tomar una clara iniciativa. Algunos audaces querían entrar con cubetas en mano a tratar de echar un poco de agua que hubiera sido insuficiente, ya nada detendría el fuego, pues había alcanzado tal magnitud que podía ser apreciado a varios kilómetros de distancia.

En estos momentos se había localizado al padre Medardo Limón Carrillo y prácticamente era sacado en vilo de la comida a la que asistía, llegó sin aliento y solo decía no creerlo. –“Es increíble Dios mío, es increíble” y corría de un lado a otro por fuera del portentoso edificio, desesperado, pero y sobre todo incapaz de hacer algo.

Pronto iba a atardecer y aún se veía arder este templo dominico, otrora principal centro religioso de la llamada mixteca baja poblana, orgullo de la región cañera del sur del estado de Puebla. Lugar que sirvió para delimitar la frontera prehispánica entre los nahuas y los grupos mixtecos, mismos a los que se comenzó a educar en una nueva cultura y religión durante el siglo XVI, teniendo como sede esta edificación.

Bajo las estrictas órdenes de los conquistadores españoles levantaron este monumento colonial y todos los de la región, imprimiendo también su sello de arte indígena en la construcción religiosa y que ahora quedaba en nada, en cenizas, en polvo. Todo ese altar que antes creían imperecedero y que ahora, tal vez por un descuido, por negligencia o por ignorancia, ahora sería solo un recuerdo.

-Señor cura ¿Qué vamos a hacer? ¡Díganos y nosotros hacemos! ¡Díganos por favor!, preguntaban al párroco, pero este impresionado por la magnitud del acontecimiento, no respondía nada a sus feligreses, arremetiendo la misma pregunta al cielo y se le escuchaba implorar “¿Por qué Dios mío? ¿por qué a mí?

Al ocultarse el sol, las tinieblas convirtieron todo en un caos. Algunos vecinos de la ciudad pretendían organizar cuadrillas para tratar de salvar lo que quedara en pie y también extinguir por completo el fuego, pero ya a esa hora llegaba un contingente de militares con su comandante al frente, que, venidos urgentemente de Atlixco, apoyarían al destacamento apostado en el lugar con la trágica orden tajante de no hacer nada, sólo rodear el edificio siniestrado, sin participar en el combate al fuego, con lo que impidieron la posibilidad de rescatar algo. Les habían indicado que esperaran la llegada de los bomberos, que tardaron más de dos días en llegar y sencillamente removieron escombros, pues el fuego se apagó solo.

La primera noche después del incendio de Santo Domingo, se hizo tétrica la hoguera que para esas horas alumbraba Izúcar; dirían los habitantes de Casa Blanca, San Carlos, San Nicolás Tolentino, Raboso, Ayutla y Colucán, ciudades cercanas al lugar, desde donde se miraba el reflejo del fuego en el cielo mismo. Incluso los del poblado de Calmeca, que no tenían contacto visual con la población, decían que miraban a lo alto el valle de Izúcar y creían que la ciudad entera se encontraba en llamas.

El desconsuelo fue general conforme avanzaban los días. Las celebraciones del año nuevo, que tanto se habían organizado para conmemorar lo que llamaban el inicio de la década de los cuarenta (aunque propiamente faltaba un año para que terminara la década del treinta), pasaron como días de luto. El padre Limón no entendía la razón del siniestro y trataban de reconstruir el desastre. Muchos coincidían en culpar a las velas y veladoras puestas en el nacimiento como las causantes del mal, lo cierto es que ya nada se podía hacer para volver el tiempo atrás, solo había ruinas del majestuoso convento levantado por los misioneros dominicos en la segunda mitad del siglo XVI.

Un dato extra se agrega a esta triste noticia del incendio que conmocionó a la ciudad: había desaparecido el rubí que Santo Domingo portaba como símbolo de fuego eterno, que el santo venerado tenía. No era creíble que se hubiera consumido por las llamas, pues el cristal es más duro que el acero y la variedad de este iluminado y cristalino, transparente y de color rojo vivo, no podía haber desaparecido, así como así, lo que generó muchos comentarios y rumores entre la población.


Razo Hidalgo, E. (2008). La Reconstrucción: La vida de Izúcar de Matamoros en tiempos de Arturo Márquez Aguilar. Izúcar de Matamoros, Puebla, México: H. Ayuntamiento.

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