viernes, 2 de noviembre de 2018

Relatos Del Día de Muertos - Los Muertos No Vuelven

Son muchas las historias que se cuentan sobre la venida de nuestros fieles difuntos en los días de muertos, que si bien varían dependiendo la región del país, podemos decir que en lo general inician el día 27 de octubre y culminan el 2 de noviembre. En los párrafos siguientes, compartiré con ustedes el cuento siguiente que he escrito basado en un relato que me ha sido transmitido de forma oral por mi padre y que es un placer para mí recordar cada temporada de muertos.

Los muertos no vuelven

Juan era un joven de 25 años que vivía solo desde hace seis años, había decido mudarse a la ciudad de Puebla luego de cumplir la mayoría de edad y de que pasaron dos años de la muerte de su madre, quien falleció a causa de una enfermedad incurable. El papá de Juan, Don Marcos, se había quedado en el pueblo de San Felipe, atendiendo el pequeño establo que le habían heredado sus padres; como era hijo único, él también se quedó con la casa y tenía que hacerse cargo de los deberes sólo, pero cada que podía escribía a su hijo y le pedía que regresara para hacerse cargo juntos.

Los muertos no vuelven
Juan siempre fue un joven rebelde, de ideas nuevas y diferentes, que muchas veces le ocasionaban discusiones con su padre. Por lo que prefería quedarse en la ciudad antes que volver al pueblo, su vida giraba en torno a la ciudad y los placeres que en ella podía encontrar; pero como suele pasar muchas veces, su destino cambió cuando su padre sufrió un paro cardíaco que le causó la muerte; esto sucedió mientras daba de alimentar a sus animales de la granja, en la primeras fechas de octubre.

Luego de conocer la noticia, Juan viajó enseguida a San Felipe para hacerse cargo del funeral de su padre; una vez que los días de duelo habían pasado, comenzó a pensar en lo que haría con la casa y el pequeño establo. Nunca le había pasado por su mente quedarse en el pueblo, por tal motivo pensó en vender las propiedades y volver a la ciudad cuanto antes, fue entonces que decidió correr la voz sobre la venta de sus bienes. Mientras esperaba que alguien se interesara en la compra, Juan permaneció en el pueblo y se hizo cargo del establo, pues aun recordaba las enseñanzas de su padre. Es así como pasaron los días sin que pudiera hallar un comprador, el tiempo pasaba rápido y ya estaba por llegar noviembre.

Mientras tanto, en el pueblo comenzaban a preparase para recibir a los fieles difuntos, todos hacían preparativos, los campesinos regaban una última vez los terrenos sembrados de flor de cempaxúchitl; los panaderos comenzaban a preparar el tradicional pan de muerto; los artesanos elaboraban jarros, incensarios o candelabros de barro finamente decorados; otros más creaban los tradicionales petates y chiquihuites, elementos fundamentales en las ofrendas de las familias del pueblo que daban muestra de su cultura milenaria.

Por su parte, Juan creía que cuando una persona muere deja de existir sin más y que no había manera de que un muerto volviera a la vida de ninguna forma, por lo que nunca le pasaba por la mente colocar una ofrenda para sus difuntos; para él gastar tanto en comida u otros objetos para hacer una ofrenda era simplemente innecesario y una pérdida de tiempo.


Llegó el 2 de noviembre; Juan veía con indiferencia como sus vecinos se habían levantado desde muy temprano, los hombres iban por la flor de cempaxúchitl al campo, mientras que las mujeres corrían al molino para hacer la masa que después convertían en ricos tamales para acompañar el mole o pipián que también preparaban con gusto para sus entrañables visitantes. En cada casa, cada integrante de la familia apoyaba en lo que podía, unos adornaban el altar, otros limpiaban las entradas de la casa, otros más colocaban el pan, el chocolate, el azúcar, la fruta y demás cosas que la costumbre marca que se deben colocar en la ofrenda. Antes del mediodía ya se podían ver dibujados los caminos de pétalos cempaxúchitl que daban la bienvenida a los fieles difuntos a sus antiguas moradas.

Mientras esto pasaba en la mayoría de las casas de pueblo, en la de Juan era como un día cualquiera; se levantado muy temprano para llevar a las vacas a pastar y salió hacia el cerro a leñar, pues la madera era necesaria ya que en el pueblo no había gas. Cuando volvía a dejar los leños se encontró con una vecina que llevaba en sus brazos un chiquihuite lleno de pan, quien al verlo le pregunto – ¡Que hay Juan! ¿A qué hora pondrás tu ofrenda? Recuerda que se debe poner en punto de las doce– a lo que Juan respondió–  ¡Yo no creo en esas cosas! Los muertos, mueren para siempre y no vuelven– Enseguida su vecino le asintió –Debes poner algo a tus difuntos, por lo menos a tus padres, su cerita y un pancito–  Juan, quien ya estaba cansado de oír eso, le respondió en tono burlón –Bueno, aquí traigo unos palos, podría usarlos como ceras y como pan pondré el excremento de mis vacas, así hago un buen ahorro y no gasto todo lo que tengo para alguien que ya no existe– Y continúo con su camino.

Llego la tarde y como cada día, Juan debía volver por sus vacas, a las que dejaba pastando en un campo abierto a las faldas del cerro. Al regresar por ellas, se sorprendió por solo hallar a una y por más que miro alrededor no pudo ver a la otra. Ya estaba por anochecer, así que decidió llevarse a la única vaca que había encontrado y volver para buscar a la otra, antes que algo malo pudiera pasarle. De regreso al lugar de pastoreo, Juan continúo buscando por horas en los campos aledaños pero no pudo encontrar a su vaca, así que pensó en regresar a casa sin ella, pues había caminado bastante y volvería a casa muy cerca de media noche.

Al caminar por una vereda entre los campos camino de regreso notó a lo lejos muchas luces parpadeantes extrañas; movido por la curiosidad, decidió acercarse para ver mejor lo que sucedía, conforme fue aproximándose observó que las luces era velas encendidas y que las portaban personas que caminaban siguiendo un mismo rumbo; llevaban consigo ayates y chiquihites llenos de fruta y pan. En un principio, Juan pensó que tal vez era una costumbre rara de las personas del pueblo, de esas costumbres en las que nunca le gustó participar.

Entonces, Juan intento hablar con una de esas personas, pero notó que no le hacía caso, es más, parecía que ni siquiera podían verlo y continuaban su camino como sin nada. Él siguió observando la procesión de gentes, hasta que de pronto miró un rostro conocido y sintió un aire frío que estremeció el cuerpo, esa persona era su padre, que al igual que las demás caminaba hacia el mismo rumbo, pero a diferencia de los otros, su padre llevaba en la mano un palo, en lugar de una cera encendida y en sus brazos montones de excremento de vaca; enseguida se dio cuenta que a lado de él marchaba también su madre, quien también cargaba lo mismo, Juan se quedó paralizado y comenzó a llorar. No podría creer lo que sus ojos estaban mirando.

Luego de poder reponerse, Juan corrió enseguida a su casa e inmediatamente pensó en poner una ofrenda para sus padres, pero no encontraba los objetos que necesitaba, ya era algo tarde y no había manera de que pudiera conseguirlos. Triste y arrepentido, se sentó solo en una silla; comenzó a recordar esos tiempos de cuando era pequeño, veía como sus padres se alistaban desde muy temprano para poner una enorme ofrenda, llena de cosas que él después disfrutaba, recordaba el olor a flor de cempaxúchitl y de incienso con el que se llenaba su casa, y comenzó a llorar de nuevo.

Pasaron algunos minutos y de pronto, alguien tocó a su puerta, era la misma persona que se había encontrado en la calle y al que le había dicho que no creía en el regreso de los difuntos – ¡Hola de vuelta! – saludo la vecina –sé que no crees que los muertos nos visitan cada año, aun así he decidido traerte estas ceritas, estas flores y un poco de pan, es nuestra costumbre…– aun no terminaba de decir sus palabras cuando Juan la abrazó y le dijo – ¡Muchas gracias!, no sabes lo arrepentido que estoy por decirte tantas cosas, acabo de ver a mis padres y no llevan más que lo que dije con mis propias palabras– Luego tomó las cosas y enseguida se apresuró a hacer una pequeña ofrenda con ellas.

Desde esa noche, Juan cambio de parecer, ahora cada año se esmera por conseguir todo lo que sus padres le enseñaron que debía llevar la ofrenda familiar y nunca olvida colocar una botella de aguardiente, el favorito de su padre y un gran racimo de flores de cempaxúchitl, que tanto le gustaban a su madre.

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