San Diego es uno de los barrios más pequeño de la franja
oriente del río, y posiblemente de la ciudad. Caprichosamente ha crecido un
enorme árbol (el Palo Copado) ahí, que le ha dado su personalidad y su toque de
distinción, en este sitio se ofrecen fiestas populares y montadas de toros.
Junto al árbol de las mil formas se asiente la capilla del lugar.
En su fachada se encuentra plasmado, en fina talavera, un
sol resplandeciente de 16 rayos, que humanizado (cuenta con ojos, nariz y boca)
vigila a todo concurrente que acuda al pequeño edificio, esta misma
característica va a poseer la fachada del barrio en el extremo sur pero de la
franja opuesta del río Nexapa.
Este símbolo muchas ocasiones va a ser las veces de puente
entre las dos culturas que violentamente chocan durante la guerra de conquista
española durante el siglo XVI. Colocado en sitios estratégicos, como una
especie concesión ideológica que hacían los misioneros evangelizadores, para
atraer a los integrantes de las comunidades a los templos cristianos,
ofreciéndoles a la par de la protección del nuevo santo la posibilidad de mirar
también al dios, que aunque vencido (o que quizás por ello) estaba presente en
la nueva conformación de sociedad que se va a consolidad en el futuro en esta
comunidad, en el país y en el continente, aunque también el sol es un símbolo
de la orden dominica, preponderante en esta zona del país.
Pero eso no es todo lo que ofrece la iglesia, entro de ella
va a estar uno de los altares mejor adornados del rumbo, pequeñito, sí, pero
tan exuberantemente tallado y revestido de pintura dorada, que su San Diego va
a brillar con luz propia, tan sólo con estar colocado en ese lugar. A la entrada del lado izquierdo le fue construido un
espantoso tapanco de cemento, en el que orgullosamente se exhibe un órgano
musical que fue la delicia de muchas generaciones que acudían al lugar antaño.
Gran parte de lo que se describe fue prácticamente rescatado
y restaurado por la comunidad del barrio en tiempos del Señor-cura Márquez
Aguilar. Asimismo, como en prácticamente todas las capillas de los
diferentes barrios, fue levantado un nuevo piso de lozas de ladrillo, que le
daba a esta iglesia un tinte conservador muy agradable (posteriormente será
sustituido por cuadros de mosaicos), más aun, cuando a expensas de este padre,
fue afinado el viejo órgano musical para ser escuchado en los momentos de misa
que iba a decir gustoso a esta capilla.
Todavía hay quien recuerda al monaguillo que con sus manos
palaqueaba los pedales del instrumento, para que éste contara con aire
suficiente, y a su operador, un viejito, que no tenía ya fuerzas en sus piernas
para darle funcionalidad al aparato, y por ello se tenía que valer del
chiquillo, lograba hacer mover sus dedos y sus manos en los teclados de ese
instrumento y hacía resonar, no solo en el interior del templo, sino en todo el
barrio (que como hemos dicho es muy pequeño, apenas de dos calles) las piezas
sacras que seguramente fueron recomendadas por el propio Arturo Márquez, que
siempre mostró muy buen gusto, pero sobre todo respeto, por la arquitectura y
costumbres de los lugares que administraba como párroco.
Ahora podemos admirar parte de esta labor, porque el órgano
simplemente fue colocado como pieza de adorno en esta saliente del interior del
templo, y ya nunca más se podrá escuchar sus sonidos, pues posterior a la
salida del señor cura de esta parroquia, este aparato fue “modernizado”
pretendiendo convertirlo en un instrumento electrónico y por tanto echado a
perder y allí ruinoso lo debemos ver como una muestra de la ignorancia por
pretender actualizar el arte.
Razo Hidalgo, E. (2008). La Reconstrucción: La vida de Izúcar de Matamoros en tiempos de Arturo Márquez Aguilar. Izúcar de Matamoros, Puebla, México: H. Ayuntamiento.
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