Los muertos no vuelven
Juan era un joven de 25
años que vivía solo desde hace seis años, había decido mudarse a la ciudad de
Puebla luego de cumplir la mayoría de edad y de que pasaron dos años de la
muerte de su madre, quien falleció a causa de una enfermedad incurable. El papá
de Juan, Don Marcos, se había quedado en el pueblo de San Felipe, atendiendo el
pequeño establo que le habían heredado sus padres; como era hijo único, él
también se quedó con la casa y tenía que hacerse cargo de los deberes sólo,
pero cada que podía escribía a su hijo y le pedía que regresara para hacerse
cargo juntos.
Juan siempre fue un joven
rebelde, de ideas nuevas y diferentes, que muchas veces le ocasionaban discusiones
con su padre. Por lo que prefería quedarse en la ciudad antes que volver al
pueblo, su vida giraba en torno a la ciudad y los placeres que en ella podía
encontrar; pero como suele pasar muchas veces, su destino cambió cuando su padre
sufrió un paro cardíaco que le causó la muerte; esto sucedió mientras daba de
alimentar a sus animales de la granja, en la primeras fechas de octubre.
Luego de conocer la
noticia, Juan viajó enseguida a San Felipe para hacerse cargo del funeral de su
padre; una vez que los días de duelo habían pasado, comenzó a pensar en lo que
haría con la casa y el pequeño establo. Nunca le había pasado por su mente
quedarse en el pueblo, por tal motivo pensó en vender las propiedades y volver
a la ciudad cuanto antes, fue entonces que decidió correr la voz sobre la venta
de sus bienes. Mientras esperaba que alguien se interesara en la compra, Juan permaneció
en el pueblo y se hizo cargo del establo, pues aun recordaba las enseñanzas de
su padre. Es así como pasaron los días sin que pudiera hallar un comprador, el
tiempo pasaba rápido y ya estaba por llegar noviembre.
Mientras tanto, en el
pueblo comenzaban a preparase para recibir a los fieles difuntos, todos hacían
preparativos, los campesinos regaban una última vez los terrenos sembrados de
flor de cempaxúchitl; los panaderos comenzaban a preparar el tradicional pan de
muerto; los artesanos elaboraban jarros, incensarios o candelabros de barro
finamente decorados; otros más creaban los tradicionales petates y chiquihuites,
elementos fundamentales en las ofrendas de las familias del pueblo que daban
muestra de su cultura milenaria.
Por su parte, Juan creía
que cuando una persona muere deja de existir sin más y que no había manera de
que un muerto volviera a la vida de ninguna forma, por lo que nunca le pasaba
por la mente colocar una ofrenda para sus difuntos; para él gastar tanto en
comida u otros objetos para hacer una ofrenda era simplemente innecesario y una
pérdida de tiempo.